Home > Volver >
 
    Nueva Castilla
La historia inventada
     
   

[continuación]

    III. LOS CONQUISTADORES DE CENTROAMÉRICA
por Julio Verne
   

Después de suscribir un nuevo convenio acordado entre los conquistadores [1534], Pizarro volvió a las provincias inmediatas al mar, en las que, no teniendo ya que temer ninguna resistencia, pudo establecer un gobierno regular. Para ser un hombre que jamás había estudiado legislación, dictó muy sabios reglamentos sobre la administración de justicia, percepción de impuestos, repartición de indios y trabajos de las minas. Si este conquistador tiene algunos lados de su carácter que fácilmente se prestan a la crítica, es preciso reconocer que no le faltó cierta elevación de ideas y que tenía conciencia del papel que desempeñaba de fundador de un gran imperio. Por mucho tiempo dudó sobre la elección de la futura capital de las posesiones españolas. Cuzco tenía para él el atractivo de haber sido la residencia de los Incas; pero esta ciudad, situada a más de cuatrocientas millas del mar, se encontraba muy lejos de Quito, cuya importancia parecía grande a Pizarro. Pronto le agradó la belleza y la fertilidad de un gran valle regado por un río, el Rimac, y allí estableció en 1536 la sede de su poder, y en breve, merced al magnífico palacio que se hizo construir y a las suntuosas moradas de sus principales capitanes, la ciudad de los Reyes, o Lima, como se llama por corrupción el nombre del río que la baña, no tardó en tomar el aspecto de una gran ciudad.

Mientras estos cuidados retenían a Pizarro lejos de su capital, pequeños cuerpos de ejército enviados en diversas direcciones se internaban por las provincias más lejanas del imperio, a fin de extinguir los últimos restos de resistencia, de tal modo que no quedó en Cuzco sino un pequeño destacamento. El Inca que vivía entre los españoles, creyó el momento oportuno para fomentar una sublevación general en la cual esperaba concluir con la dominación extranjera; y aun cuando estaba muy custodiado, supo tomar sus medidas con tal habilidad, que no despertó las sospechas de los opresores, y hasta se le permitió asistir a una gran fiesta que debía celebrarse a algunas leguas de Cuzco, y para la cual se habían reunido los personajes más principales del imperio. Tan pronto como el Inca se presentó, levantóse el estandarte de la sublevación, desde los confines de la provincia de Quito hasta Chile, se puso el país en armas, y gran número de pequeños destacamentos españoles fueron sorprendidos y exterminados.

 
 
 
     
 
PERV. MAR DEL ZUR
por Willem Janszoon Blaeu
Amsterdam c. 1640
Uno de los primeros mapas decorativos de la región que incluye una cartela, una elaborada rosa de los vientos, 4 veleros, 3 monstruos marinos y señala más 100 localidades de los actuales Perú, Bolivia y Ecuador.
[Barry Lawrence Ruderman
Antique Maps Inc.]
Derecha:
Un detalle del mapa resaltando algunas de las primeras ciudades fundadas por los españoles
[retoque MV]
 
 

Defendida Cuzco por los tres hermanos Pizarro con ciento setenta españoles solamente, sufrió durante ocho meses los ataques incesantes de los peruanos, que se habían ejercitado en el manejo de las armas tomadas a sus adversarios. Los conquistadores resistieron valientemente, pero sufrieron pérdidas sensibles, y sobre todo la de Juan Pizarro.

Cuando Almagro supo estas noticias, dejó precipitadamente a Chile, atravesó el desierto montuoso, pedregoso y arenoso del Atacama, en el que sufrió tanto por el calor y la sed, como había sufrido en los Andes con la nieve y el frío, penetró en el territorio peruano, derrotó a Manco Capac en una gran batalla y llegó cerca de la ciudad de Cuzco, después de haber perseguido a los indios. Entonces trató de hacerse entregar la ciudad so pretexto de que no estaba comprendida en el gobierno de Pizarro, y violando una tregua, se apoderó de Fernando y de Gonzalo Pizarro, y se hizo reconocer por gobernador.

Durante este tiempo, un cuerpo considerable de indios cercó a Lima, interceptó toda comunicación y destruyó las pequeñas columnas de tropa que con gran trabajo envió Pizarro al socorro de Cuzco en diversas ocasiones. En esta época envió todos sus buques a Panamá para obligar a sus compañeros a hacer una resistencia desesperada; trajo de Trujillo las fuerzas a las órdenes de Alfonso de Alvarado, y confió a este último una columna de quinientos hombres que avanzó hasta algunas leguas de la capital sin sospechar siquiera que ésta se hallaba en poder de compatriotas perfectamente decididos a estorbarle el camino.

Pero Almagro deseaba más bien atraer a aquellos nuevos adversarios que destruirlos, y dispuso las cosas de modo que pudiera sorprenderlos y hacerlos prisioneros. Se le ofrecía la ocasión de terminar la guerra y hacerse de un solo golpe dueño de los dos gobiernos. Así se lo aconsejaron algunos de los oficiales, sobre todo Orgoño, que deseaba la muerte de los dos hermanos del conquistador, diciéndole también que se adelantase a marchas forzadas con sus tropas victoriosas contra Lima, donde Pizarro, sorprendido, no podría resistirlo.

Pero a los que Júpiter quiere perder, dice un poeta latino, los enloquece, y Almagro, que en tantas otras circunstancias había desechado todo escrúpulo, no quiso invadir el gobierno de Pizarro a la manera de un rebelde, y volvió tranquilamente a Cuzco.

 
 
Carlos V recibe a Francisco Pizarro
  Juramento de amistad entre Pizarro y Almagro, hecho en Cuzco el 12 de junio de 1535
 
 
 
 

Considerado el hecho desde el punto de vista de sus intereses, Almagro cometía una grave falta, de la que no debía tardar en arrepentirse; pero si consideramos lo que jamás debe perderse de vista, es decir, el interés de la patria, los actos de agresión que ya había cometido y el haber provocado la guerra civil enfrente de un enemigo dispuesto a aprovecharse de ella, constituían un crimen capital, que sus adversarios no habían de tardar en hacerle presente.

Si Almagro necesitaba una decisión inmediata para hacerse dueño de la situación, Pizarro tenía que esperarlo todo del tiempo y de las circunstancias. Mientras llegaban los refuerzos que le habían prometido enviar de Darién, entabló con su adversario negociaciones que duraron muchos meses, y durante éstas, uno de sus hermanos y Alvarado hallaron medios de escaparse con más de setenta hombres. Aun cuando Almagro había sido engañado tantas veces, consintió, sin embargo, en recibir al licenciado Espinosa, encargado de decirle que si el emperador sabía lo que pasaba entre los dos competidores, y tenía noticias del estado a que sus desavenencias habían llevado las cosas, llamaría indudablemente a uno o a otro y le reemplazaría. Por último, después de la muerte de Espinosa, fray Francisco de Bobadilla, a quien Pizarro y Almagro habían remitido la decisión de sus diferencias, decidió que Fernando Pizarro sería incontinenti puesto en libertad; que Cuzco sería entregada al marqués y que se enviarían a España a algunos capitanes de los dos bandos, con el encargo de hacer valer los derechos recíprocos de los competidores, y remitiéndose a la decisión del emperador.

Apenas había sido puesto en libertad el último de sus hermanos, cuando Pizarro, rechazando toda idea de paz y de amistosos arreglos, declaró que sólo las armas habían de decidir si él o Almagro habían de ser los señores del Perú.

En poco tiempo reunió setecientos hombres, cuyo mando confió a sus hermanos, y siendo muy difícil atravesar las montañas para llegar a Cuzco por un camino directo, siguieron las orillas del mar hasta Nasca, y penetraron en una ramificación de los Andes que debía llevarlos a la capital.

Quizá Almagro debió defender los desfiladeros de las montañas; pero no tenía más que quinientos hombres y confiaba además en su brillante caballería que en aquel terreno quebradizo no hubiera podido desplegarse. Esperó, pues, al enemigo en las llanuras de Cuzco. El 26 de abril de 1538, se atacaron los dos bandos con igual encarnizamiento; pero la victoria se decidía en breve, merced a la compañía de mosqueteros que el emperador, al saber la sublevación de los indios, había mandado a Pizarro. Ciento cuarenta soldados murieron en aquel combate, que recibía el nombre de Las Salinas. Orgoño y muchos capitanes distinguidos fueron muertos a sangre fría después de la batalla, y ni Almagro, viejo y enfermo, pudo librarse de los Pizarros.

Los indios, que reunidos en armas en las montañas inmediatas, se proponían caer sobre el vencedor, huyeron con la mayor precipitación. «Nada —dice Robertson— prueba mejor el ascendiente que los españoles tenían sobre los americanos, como ver a éstos, testigos de la derrota y dispersión de uno de los bandos, no tener valor para atacar al otro debilitado y cansado por la misma victoria, y no atreverse a caer sobre sus opresores, cuando la fortuna les ofrecía una ocasión tan favorable.»

En aquella época una victoria no era completa si no iba seguida inmediatamente del pillaje, y por consiguiente, la ciudad de Cuzco fue entrada a saco. Todas las riquezas que en ella encontraron los compañeros de Pizarro no bastaron a satisfacerles; todos tenían tan alta idea de sus méritos y de los servicios que habían prestado, que se hubiera necesitado, para premiar a cada uno, un cargo de gobernador. Fernando Pizarro los dispersó, enviándoles a conquistar nuevas tierras con algunos partidarios de Almagro que se habían reunido y que le importaba alejar.

Respecto a éste último, convencido Fernando Pizarro de que su nombre sería siempre un incentivo de agitación perpetua, resolvió deshacerse de él. Mandó, pues, instruir un proceso, el cual, como es de presumir, terminó con una sentencia de muerte. Al saber esta noticia, Almagro tuvo algunos momentos de turbación muy natural, durante los cuales hizo presente su mucha edad y la manera muy diferente como él se había portado con Fernando y Gonzalo Pizarro, cuando fueron sus prisioneros; pero en seguida recobró su sangre fría y esperó la muerte con el valor de un soldado. Fue estrangulado en su prisión y decapitado públicamente en 1538.

 

 

 

 
     
 

Callao de Lima Ogilby 1671

 
 

Después de algunas expediciones afortunadas, Fernando Pizarro pasó a España a dar cuenta al emperador de lo que había ocurrido, y allí encontró la opinión muy prevenida contra él y sus hermanos. Su crueldad, sus violencias, su desprecio a los más sagrados compromisos, habían sido expuestos con toda su desnudez y sin contemplación de ninguna especie por algunos partidarios de Almagro, y Fernando Pizarro necesitó de una habilidad maravillosa para conseguir ganarse al emperador, que no podía juzgar de qué lado estaba la justicia, puesto que sólo los interesados podían ilustrarle, y sólo veía las consecuencias deplorables de la guerra civil para su gobierno.

Decidióse, pues, Carlos V a enviar a aquellos sitios un comisario especial, al cual dio los poderes más amplios, y que después de haberse enterado de los sucesos, debía establecer la forma de gobierno que juzgara más conveniente.

Confióse esta delicada misión a un juez de la audiencia de Valladolid llamado Cristóbal de Vaca, que no se mostró indigno de su cargo. Y, cosa digna de notarse, se le recomendó que, respecto de Francisco Pizarro, usase de los mayores miramientos, en los momentos precisamente en que su hermano Fernando era detenido y arrojado en una prisión, en la que debía permanecer olvidado por espacio de veinte años.

Mientras estos acontecimientos ocurrían en España, el marqués dividía el país conquistado, guardaba para sí y sus partidarios los distritos más fértiles o los mejor situados, y no concedía a los compañeros de Almagro, a los de Chile, como los llamaban, sino los territorios estériles y apartados.

Después confió a Pedro Valdivia, uno de sus maestros de campo, la ejecución del proyecto que Almagro no había hecho más que iniciar, la conquista de Chile.

Partió Valdivia el 18 de enero de 1540 con ciento cincuenta españoles, entre los caules debían ilustrarse Pérez Gómez, Pedro de Miranda y Alonso de Monroy, y atravesó el desierto de Atacama, empresa que aún hoy se considera como una de las más penosas, y llegó a Copiapó, situado en el centro de un hermoso valle.

Al principio fue recibido con gran cordialidad; pero cuando se concluyó la recolección, tuvo que sostener numerosos combates con una raza de indios muy diferentes de los del Perú, con los araucanos, que eran valientes e infatigables guerreros, y sólo fundó, en 12 de febrero de 1541, la ciudad de Santiago.

Valdivia pasó en Chile ocho años dirigiendo la conquista y la organización del país. Menos codicioso que los demás conquistadores contemporáneos suyos, no buscaba las riquezas minerales sino para asegurar el desarrollo y la prosperidad de su colonia, a la que supo aficionar a la agricultura.

«La mejor mina que he descubierto es la que proporciona pan y vino, y alimento para el ganado. Quien tiene esto, tiene dinero: de las minas no vivimos ni aun de substancia, pues muchas veces tiene alguno una buena mina que no da jugo».

Estas sabias palabras de Lescarbot en su Historia de la Nueva Francia, habría podido pronunciarlas Valdivia, porque expresan mejor que otras sus sentimientos. Su valor, su prudencia y su humanidad, esta última sobre todo, que resalta de una manera especial al lado de la crueldad de Pizarro, le concedieron un puesto aparte y de los más distinguidos entre los conquistadores del siglo XVI.

 
 
    Gobernador Blasco Núñez de Vela en Lima, grabado de Theordore de Bry
en la publicación de la tercera parte de Historia del mondo nuovo de Girolamo Benzoni
 
   

En la época en que Valdivia marchaba hacia Chile, Gonzalo Pizarro, a la cabeza de trescientos cuarenta españoles, de los cuales la mitad iban montados, y de cuatro mil indios, atravesaba los Andes a costa de tales fatigas, que la mayor parte de estos últimos murieron de frío; internóse después hacia el Este en el continente en busca de un país en el que decían que abundaban la canela y las especias. Recibidos los españoles en aquellas vastas sabanas cortadas por lagunas y bosques vírgenes, por lluvias torrenciales que no duraron menos de dos meses, y no habiendo encontrado sino muy escasa población, y sobre todo poco industriosa y muy hostil, tuvieron que sufrir con frecuencia los padecimientos del hambre, porque entonces no existían allí bueyes ni caballos, y los mayores cuadrúpedos eran los tapires y las llamas, y aun estos últimos no se encontraban sino muy difícilmente en aquellas vertientes de los Andes.

Mas a despecho de estas dificultades que habrían desanimado a exploradores menos enérgicos que los descubridores del siglo XVI persistieron en su tentativa y bajaron por el río Napo o Coca, afluente en la margen izquierda del Marañón, hasta su confluencia. Allí construyeron con gran trabajo un bergantín que fue tripulado por cincuenta soldados al mando de Francisco Orellana; pero ya sea que la violencia de la corriente le arrastrase,ya que no hallándose a la vista de su jefe quisiera a su vez ser jefe de una expedición de descubrimientos, es lo cierto que no esperó a Gonzalo Pizarro en el punto de cita, y que continuó bajando el río hasta que llegó al Océano.

Semejante navegación a través de más de dos mil leguas por regiones desconocidas, sin guía, sin brújula y sin provisiones, con una tripulación que murmuró más de una vez contra la loca tentativa de su jefe, cruzando por poblaciones casi constantemente hostiles, semejante navegación, decimos, es verdaderamente maravillosa.

Desde la embocadura del río que acababa de bajar con su barco mal construido y averiado, llegó Orellana hasta la isla de Cubagua y desde allí se hizo a la vela a España. Si el proverbio: «a gran distancia, gran mentira», no hubiera existido desde mucho tiempo antes, Orellana lo habría inventado.

En efecto, difundió las fábulas más absurdas acerca de la opulencia de los países que había atravesado; los habitantes eran tan ricos, que los techos de los templos estaban formados con placas de oro, lo cual dio ocasión a la leyenda de El Dorado. Habló también Orellana de la existencia de una república de mujeres guerreras que habían fundado un vasto imperio, lo cual fue causa de que al Marañón se le diera el nombre de río de las Amazonas.

Mas si se despoja su relación de todo lo ridículo y grotesco que debía agradar a la imaginación de sus contemporáneos, queda sin embargo sentado que le expedición de Orellana es una de las más notables de aquella época tan fecunda en empresas gigantescas y que facilitó las primeras noticias acerca de la inmensa zona del país que se extiende entre los Andes y el Atlántico.

Pero volvamos a Gonzalo Pizarro. Su perplejidad y su consternación fueron grandes cuando, al llegar a la confluencia del Napo y del Marañón, no encontraron a Orellana, que debía esperarle allí. Temiendo que hubiera ocurrido alguna desgracia a su lugarteniente, siguió la corriente del río por espacio de cincuenta leguas, hasta que se encontró a un desgraciado oficial abandonado por haber hecho algunas observaciones a Orellana acerca de su perfidia. Al saber el cobarde abandono y la miseria en que se les dejaba, se desanimaron hasta los más valientes, y Pizarro tuvo que ceder a sus instancias y volver a Quito, del que le separaban más de mil doscientas millas.

Para expresar cuál serían sus sufrimientos en aquel viaje de regreso, bastará decir que después de haber comido caballos, perros y reptiles, raíces y animales salvajes, después de haber masticado todo el cuerpo de sus equipos, los desgraciados sobrevivientes, desgarrados por las malezas, pálidos y descarnados, pudieron llegar a Quito en número de ochenta. Cuatro mil indios y doscientos españoles habían perdido la vida en aquella expedición que no había durado menos de dos años.

Mientras Gonzalo Pizarro conducía la desgraciada expedición que acabamos de referir, los antiguos partidarios de Almagro, que jamás habían podido unirse francamente a Pizarro, se agrupaban en torno del hijo de su antiguo jefe y concertaban en secreto la muerte del marqués. En vano advirtieron repetidas veces a Francisco Pizarro lo que se tramaba contra él, nunca quiso dar crédito a las advertencias, y decía: «Perded cuidado, estaré con seguridad mientras todos en el Perú sepan que puedo en un momento dado quitar la vida al que se atreviese a concebir el proyecto de atentar a la mía.»

El domingo, 26 de junio de 1541, en el momento de la siesta, Juan Herrada y dieciocho conjuradores salen de la casa de Almagro espada en mano y armados de pies a cabeza corriendo hacia la casa de Pizarro y gritando: «Muera el tirano, muera el infame». Invaden el palacio, matan a Francisco de Chaves, que acudía al ruido, y penetran en la habitación en que estaban con Francisco de Pizarro, su hermano Francisco Martín, el doctor Juan Velázquez y una docena de servidores.

Estos saltan por las ventanas, a excepción de Martín Pizarro, de otros dos caballeros y de dos pajes que se hacen matar defendiendo la puerta del departamento del gobernador. Pizarro, que no tuvo tiempo de ponerse la coraza, agarra su espada y un escudo, y defendiéndose valientemente, mata a cuatro de sus adversarios y hiere a otros muchos. Uno de los que le acometen atrae sobre sí, desviándose, los golpes de Pizarro, y durante este tiempo los demás encuentran facilidad de entrar y cargar sobre él con tal furia, que no puede parar todos los golpes; se halla tan cansado, que apenas si puede mover su espada. «Estando de este modo —dice Zárate—, llegaron al fin hasta él y concluyeron de matarle de una estocada en el cuello. Al caer pidió en alta voz confesión, y no pudiendo ya hablar, hizo en tierra la señal de la cruz y la besó, y de este modo entregó su alma a Dios.»

Algunos negros arrastraron su cuerpo hasta la iglesia, a donde Juan Barbazán, su antiguo criado fue el único que se atrevió a ir a reclamarle. Aquel fiel servidor hizo en secreto las honras fúnebres, porque los conjurados habían saqueado su casa y no habían dejado ni aun con qué pagar los cirios.

 
 
Asesinato de Francisco Pizarro
en un grabado antiguo
  Historia General de las Indias por Francisco López de Gómara
Capítulo CXXXIV. De como Almagro tomo por fuerza el Cuzco a los Pizarros

 

 
 

Así concluyó Francisco Pizarro, asesinado en la misma capital del vasto imperio que España debía a su valor y a su perseverancia infatigable, pero a la cual, es preciso confesarlo, él lo entregaba asolado, diezmado y sumergido en un mar de sangre.

Comparado a menudo con Cortés, tuvo tanta ambición y valor y capacidad militar como él, pero excedió hasta el último extremo las faltas del marqués del Valle, la crueldad y la avaricia, a lasa cuales unió la perfidia y la doblez. Si es preciso trasladarse a la época en que vivió, para explicar ciertos rasgos del carácter de Cortés, que son poco estimables, hay, por lo menos, que reconocerle la gracia, los modales distinguidos y la simpática franqueza que le hicieron ser tan querido del soldado. En Pizarro se reconoce, por el contrario, una rudeza y una aspereza de sentimientos poco simpáticos, y sus cualidades caballerescas desaparecen completamente detrás de la rapacidad y perfidia que son los rasgos más notables de su personalidad.

Si Cortés encontró en los mejicanos adversarios valientes y resueltos que le opusieron dificultades casi insuperables, a Pizarro no costó ningún trabajo vencer a los peruanos afeminados y miedosos que jamás opusieron resistencia formal a sus ejércitos. De las conquistas del Perú y de Méjico, la menos difícil fue la que proporcionó a España las mayores ventajas metálicas, y por eso fue la más apreciada.

De nuevo iba a estallar la guerra civil después de la muerte de Pizarro cuando llegó el gobernador delegado por el gobierno de la metrópoli, el cual, en cuanto hubo reunido las tropas necesarias marchó contra Cuzco, y se apoderó sin gran trabajo del hijo de Almagro, le hizo decapitar con cuarenta de sus partidarios, y gobernó el país con firmeza hasta la llegada del virrey Blasco Núñez Vela.

No es nuestra intención entrar en los detalles de sus desavenencias con Gonzalo Pizarro, el cual, aprovechándose del descontento general causado por los nuevos reglamentos sobre repartimientos, se sublevó contra el representante del emperador, y después de muchas peripecias, que no pueden referirse aquí, por no tener lugar en esta narración, concluyó la lucha con la derrota y ejecución de Gonzalo Pizarro, ocurrida en 1548. Su cuerpo fue llevado a Cuzco y enterrado completamente vestido. «Nadie —dice Garcilaso de la Vega — quiso darle un pobre paño.» Así concluyó el asesino jurídico de Almagro. ¿No es ocasión de repetir aquellas palabras de la Escritura: «El que a hierro mata a hierro muere?»

FIN

 
   

Historia de los Grandes Viajes y de los Grandes Viajeros
Por Julio Verne
Parte II. Capítulo I
III. LOS CONQUISTADORES DE CENTROAMÉRICA

fuente: Gutemberg.org

 
Panorámica de la ciudad de Cuzco, Perú
Home > Volver >