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Macchu Picchu, Cuzco, Perú [Phil Whitehousem 2004] |
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Nueva Castilla
La historia inventada |
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[continuación] |
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II. LOS CONQUISTADORES DE CENTROAMÉRICA
por Julio Verne
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En la época en que los españoles se presentaron por primera vez en la costa, en 1526, el duodécimo Inca acababa de casarse, despreciando las antiguas leyes del reino, con la hija del rey de Quito, a quien había vencido, y de la que tuvo un hijo llamado Atahualpa, al que dejó este reino a su muerte, en 1529. Su hijo mayor Huáscar, cuya madre era de sangre inca, heredó el resto de los Estados; pero aquella división tan contraria a las costumbres establecidas desde tiempo inmemorial, excitó en Cuzco tal descontento, que Huáscar, animado por sus súbditos, se decidió a marchar contra su hermano, que no quería reconocerle por su señor y dueño. Sin embargo, Atahualpa, que no había hecho más que gustar el poder, no quiso abandonarlo, y atrayéndose con dádivas a la mayor parte de los guerreros que habían acompañado a su padre a la conquista de Quito, salióle al encuentro con su ejército y la suerte favoreció al usurpador.
¿No es una cosa curiosa de notarse, que lo mismo en el Perú que en Méjico, se viesen
favorecidos los españoles por circunstancias absolutamente excepcionales? En Méjico,
recientemente sometidos los pueblos a la raza azteca, hollados sin compasión por sus
vencedores, acogen a los españoles como libertadores; y en el Perú, la lucha encarnizada entre dos hermanos enemigos, impide a los indios volver todas sus fuerzas contra los invasores, a los que fácilmente hubieran podido exterminar.
Pizarro comprendió en el momento todo el partido que podía sacar de las circunstancias al recibir a los enviados de Huáscar, que venían a pedirle ayuda contra su hermano Atahualpa, a quien representaban como un rebelde y un usurpador. Tenía por seguro que tomando la defensa de uno de los competidores, podría más fácilmente oprimir a los dos. Inmediatamente se adelantó hacia el interior del país a la cabeza de fuerzas muy exiguas; sesenta y dos jinetes y ciento veinte infantes, de los cuales sólo unos veinte estaban armados con arcabuces y mosquetes, pues había tenido que dejar una parte de sus tropas en la custodia de San Miguel, adonde pensaba refugiarse en caso de desgracia, y donde debían desembarcar los socorros que pudieran llegar. |
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Il Cuscho Citta Principale Della Provincia
Del Peru
Por Sebastian Munster
Basilea, c. 1556
[basado en Giovanni Ramusio, 1556]
Fino ejemplo de una vista a vuelo de pájaro de Cusco, en la Cosmograpía de Munster, uno de los más influyentes
obras geográficas del siglo XVI y una de las primeras vistas del Nuevo Mundo
[Barry Lawrence Ruderman Antique Maps Inc.]
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Dirigióse a Caxamalca, pequeña ciudad situada a unas veinte jornadas de la costa,
teniendo para esto que atravesar un desierto de arenas ardientes, sin agua y sin árboles, que se extendía como unas veinte leguas de largo hasta la provincia de Motupé, y en el cual el menor ataque del enemigo, unido a los padecimientos sufridos por su pequeño ejército, habría podido de un solo golpe concluir con la expedición.
Adelantóse en seguida por las montañas y se internó por desfiladeros estrechos, en los
cuales les habrían podido exterminar fuerzas poco considerables. Durante esta marcha
recibió un enviado de Atahualpa que llevaba zapatos punteados y puños de oro, y Pizarro le invitó a que los tuviera puestos en su próxima entrevista con el Inca. Naturalmente, Pizarro fue pródigo en promesas de amistad y de afecto, y declaró al embajador indio que no haría sino seguir las órdenes del rey su señor, respetando la vida y los bienes de los habitantes. Tan luego como llegó a Caxamalca, alojó prudentemente sus tropas en un templo o un palacio del Inca, al abrigo de toda sorpresa, y en seguida envió a uno de sus hermanos, con Soto y una veintena de jinetes, al campamento de Atahualpa, que no distaba más de una legua, para que le hicieran saber su llegada.
Los enviados del gobernador, que fueron recibidos con magnificencia, se quedaron
asombrados de la multitud de adornos y vasos de oro y plata que vieron por todas partes en el campo indio. Volvieron con la promesa de que Atahualpa vendría al día siguiente a visitar a Pizarro y a darle la bienvenida en su reino. Al mismo tiempo describieron a Pizarro las maravillosas riquezas que habían visto, lo cual le confirmó en el proyecto que Se había formado de apoderarse por traición del desgraciado Atahualpa y de sus tesoros. Muchos autores españoles, y sobre todo Zárate, disfrazan los hechos que sin duda les han parecido demasiado odiosos, y hacen recaer la traición en Atahualpa, pero se poseen hoy demasiados documentos para no reconocer, con Robertson y Prescott, toda la perfidia de Pizarro.
Era muy importante para él tener en su poder al Inca para que le sirviera como de
instrumento, de la misma manera que Cortés había usado de Moctezuma. Aprovechóse, pues, de la honradez y de la simplicidad de Atahualpa, que había creído
completamente en sus promesas de amistad para tenderle un lazo en el cual este último no podía dejar de caer. Por lo demás, ni un escrúpulo pasó siquiera por el alma desleal del conquistador, que cometió con tanta sangre fría como si fuera a librar una batalla entre enemigos prevenidos, aquella infame traición que será un eterno baldón para su memoria. Dividió Pizarro su caballería en tres escuadrones, dejó en un solo cuerpo toda su infantería; ocultó sus arcabuceros en el camino que debía recorrer el Inca, y conservó a su lado unos veinte de sus más decididos compañeros.
Queriendo Atahualpa dar a los extranjeros una alta idea de su poder, se adelantó con todo su ejército, siendo él llevado en una especie de andas adornadas de plumas y cubierta de placas de oro y plata, cuajadas de piedras preciosas. Iba rodeado de histriones y bailarinas y acompañado de sus principales señores, que, como él, eran llevados en hombros de sus servidores. La marcha de este ejército más bien parecía una procesión.
En cuanto el Inca llegó a donde estaban los españoles, asegura Robertson que el padre Vicente Valverde, capellán de la expedición y que más tarde recibió el título de obispo en recompensa de su conducta, se adelantó con un crucifijo en una mano y el breviario en la otra, y en un interminable discurso expuso al monarca la doctrina de la creación, la caída del primer hombre; la encarnación; la pasión y la resurrección de Jesucristo; la elección que Dios había hecho de San Pedro para que fuese su vicario en la tierra; el poder de este último trasmitido a los Papas y la donación hecha al rey de Castilla por el papa Alejandro de todas las regiones del Nuevo Mundo. Después de haber desarrollado toda esta doctrina, exhortó a Atahualpa abrazar la religión cristiana, a reconocer la autoridad suprema del Papa y a someterse al rey de Castilla como a su soberano legítimo. Si se sometía inmediatamente, Valverde le prometía que el rey su señor tomaría el Perú bajo su protección y le consentiría que continuara reinando; pero si rehusaba obedecer y perseveraba en su impiedad, él le declaraba la guerra y le amenazaba con una terrible venganza.
Era por lo menos una escena singular y una extraña arenga aquella que se representaba aludiendo a hechos desconocidos de los peruanos y de cuya veracidad un orador más hábil que Valverde no habría podido convencerles. Si se añade a esto que el intérprete conocía tan mal el castellano que se hallaba en la imposibilidad casi absoluta de traducir lo que apenas si él mismo comprendía y que debía faltar palabras a la lengua peruana para expresar ideas tan extrañas a su genio, nadie se sorprenderá al saber que del discurso del fraile español Atahualpa no entendió casi nada. Sin embargo, algunas frases en las que se atacaba su poder, le llenaron de sorpresa e indignación, pero su respuesta fue muy moderada. Dijo que dueño de su reino por derecho de sucesión, no se le alcanzaba que nadie hubiese podido disponer de él sin su consentimiento; añadió que de ninguna manera estaba dispuesto a renegar de la religión de sus padres para adoptar otra de la cual oía hablar por la primera vez; respecto de los demás puntos del discurso no comprendió nada y eran para él cosas tan nuevas, y dijo que le agradaría saber dónde las había aprendido Valverde. |
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Típica embarcación del siglo XVII
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—En este libro — respondió Valverde, presentándole su breviario.
Atahualpa le tomó con presteza, volvió curiosamente algunas hojas y lo acercó a su oído.
—Esto que me enseña aquí no me habla ni me dice nada —dijo luego tirando el libro al
suelo.
Aquella fue la señal del combate, o mejor dicho, de la matanza. Los cañones y los
mosquetes entraron en juego, lanzáronse los jinetes, y la infantería cayó espada en mano sobre los peruanos, estupefactos. En algunos instantes el desorden llegó a su colmo, los indios huyeron en todas direcciones sin tratar de defenderse. En cuanto a Atahualpa, aun cuando sus principales oficiales se esforzaron por llevársele escudándole con sus cuerpos, Pizarro adelantó hacia él, dispersó o derribó a sus guardias, y agarrándole por su larga cabellera le derribó de la litera en que le llevaban. Sólo la noche pudo terminar la carnicería; cuatro mil indios quedaban muertos, un número mucho mayor fueron heridos y tres mil hechos prisioneros. Lo que prueba hasta la evidencia que no hubo combate, es que de todos los españoles sólo Pizarro fue herido, y eso no por los enemigos, sino por uno de sus soldados que quiso con demasiada precipitación apoderarse del Inca.
El botín recogido en los muertos y en el campo de batalla excedió a todo lo que los
españoles habían podido imaginar; así es que su entusiasmo fue proporcionado a la
conquista de tantas riquezas.
Al principio soportó Atahualpa con bastante resignación su cautividad, tanto más cuanto que, a lo menos con palabras, Pizarro hacía todo lo posible para dulcificársela; pero habiéndose dado cuenta enseguida de la codicia desenfrenada de sus carceleros, propuso a Pizarro pagarle un rescate que consistiría en hacer llenar hasta la altura que él pudiese alcanzar con la mano una habitación de veintidós pies de largo por diez y seis de ancho de vasos, utensilios y adornos de oro. Pizarro aceptó contentísimo, el Inca prisionero dictó en seguida las órdenes necesarias y todas las provincias las ejecutaron prontamente y sin murmurar. Además fueron licenciadas las tropas indias y Pizarro pudo enviar a Soto y cinco españoles a Cuzco, ciudad situada a más de doscientas leguas de Caxamalca, mientras él mismo sometía el país en cien leguas a la redonda.
Mientras esto sucedía, desembarcó Almagro con doscientos soldados. Pusiéronse aparte para él y para sus hombres [con algún disgusto, y esto es fácil de imaginar] cien mil pesos; se reservó el quinto del rey y aún quedaron 1.528.500 pesos para repartirlos entre Pizarro y sus compañeros. El producto del saqueo y la matanza fue solemnemente distribuido entre los que a él tenían derecho, el día de Santiago, patrón de España, después de una ferviente invocación a la divinidad. Deplorable mezcla de religión y profanación, muy frecuente por desgracia en aquellos tiempos de superstición y avaricia.
Cada jinete recibió por su parte 8.000 pesos y cada infante 4.000, o sea 40.000 y 20.000 francos, respectivamente, pues había allí para satisfacer aun a los más descontentadizos, después de una campaña que no había sido larga ni pesada. Así fue que muchos de aquellos aventureros, deseosos de gozar en paz y en su patria de una fortuna inesperada, se apresuraron a pedir su licencia. Pizarro se las concedió sin dificultad, porque comprendía que la fama de su rápida fortuna no tardaría en llevarle nuevos refuerzos, y con su hermano Fernando, que marchó a España a llevar al emperador magníficos presentes y la relación de su triunfo, marcharon sesenta españoles cargados de dinero, pero ligeros de escrúpulos.
Tan pronto como Atahualpa pagó su rescate, reclamó su libertad, pero Pizarro, que sólo le había conservado la vida con objeto de cubrirse con la autoridad y el prestigio que el emperador ejercía sobre sus súbditos y con el objeto también de amontonar todos los tesoros del Perú, se hizo el sordo a las reclamaciones del prisionero, suponiendo que éste había, desde hacía mucho tiempo, ordenado en secreto levantar tropas en las provincias alejadas del imperio. Además, habiendo advertido Atahualpa que Pizarro no era más instruido que el último de sus soldados, sentía hacia el gobernador un desprecio que desgraciadamente no supo disimular. Tales fueron los motivos, bien fútiles, por no decir otra cosa, que determinaron a Pizarro a mandar instruir el proceso del Inca.
Nada más odioso que aquel proceso en que Pizarro y Almagro fueron a la vez jueces y partes. Los capítulos de la acusación, los unos son tan ridículos y los otros tan absurdos, que verdaderamente no se sabe qué admirar más, si la desvergüenza o la iniquidad de Pizarro, que sometía a tales humillaciones al jefe de un poderoso imperio en el cual no tenía jurisdicción. Declarado Atahualpa culpable, fue condenado a ser quemado vivo; pero, como había concluido por pedir el bautismo para librarse de las insistencias de Valverde, se contentaron con estrangularle. ¡Digno paralelo de la ejecución de Guatimozín! ¡Maldad de las más atroces y de las más odiosas cometidas por los españoles en América, donde se mancharon con todos los crímenes imaginables!
Sin embargo, aún había entre aquella turba de aventureros algunos hombres que habían conservado el sentimiento del honor y de su propia dignidad, y protestaron altamente en nombre de la justicia indignamente pisoteada y vendida, pero sus voces generosas quedaron ahogadas por las declaraciones interesadas de Pizarro y de sus dignos acólitos. |
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Pedro de Alvarado
[Badajoz, España, 1485 - Guadalajara, Méjico, 1541] Prácticamente todas las fuentes coinciden en resaltar la extremada crueldad en el trato con los indígenas o se le considera directamente un genocida. La Matanza de Tóxcatl, el sitio de Tenochtitlan, y sobre sus acciones en Centroamérica son algunos de los hechos conocidos.
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En seguida el gobernador invistió con la dignidad real a uno de los hijos de Atahualpa, con el nombre de Pablo Inca; pero la guerra entre los hermanos y los acontecimientos ocurridos desde la llegada de los españoles, habían debilitado considerablemente los lazos que unían a los peruanos con los reyes, y aquel joven que en breve debía morir vergonzosamente, no tuvo ni aun la autoridad que Manco Capac, hijo de Huáscar, que fue reconocido por los pueblos de Cuzco. En breve también trataron algunos jefes del país de dividir en reinos el imperio del Perú, y uno de ellos fue Ruminagui, comandante de Quito, que hizo asesinar a los hermanos y a los hijos de Atahualpa y se declaró independiente.
Reinaba la discordia en el campo peruano, y los españoles resolvieron aprovecharse de ella. Adelantóse Pizarro rápidamente sobre Cuzco, lo cual no pudo hacer antes por carecer de fuerzas. A la sazón una multitud de aventureros atraídos por los tesoros llevados a Panamá, corrían hacia el Perú y pudo reunir quinientos hombres después de haber dejado una importante guarnición en San Miguel al mando de Benalcázar. Pizarro no tenía ya razón para esperar. Por el camino libró algunos combates con grandes cuerpos de ejército, pero el resultado fue siempre que los indígenas tuvieron enormes pérdidas, siendo insignificantes las de los españoles. Cuando entraron en Cuzco y tomaron posesión de la ciudad, se extrañaron mucho del poco oro y piedras preciosas que encontraron en ella, por más que excedía con mucho al rescate pagado por Atahualpa. ¿Obedecería acaso su extrañeza a que se habían familiarizado con las riquezas del país, o a que estaban muchos más en el reparto?
Durante aquel tiempo, cansado Benalcázar de su inacción, aprovechó la llegada de un
refuerzo que venía de Nicaragua y de Panamá para dirigirse hacia Quito, donde, al decir de los peruanos, Atahualpa había dejado la mayor parte de sus tesoros. Púsose a la cabeza de ochenta jinetes y de ciento veinte infantes; batió en muchas ocasiones a Ruminagui, que le cerraba el paso, y merced a su prudencia y a su habilidad pudo entrar victorioso en Quito; pero no encontró allí lo que buscaba: los tesoros de Atahualpa.
En la misma época Pedro de Alvarado, que se había distinguido mucho a las órdenes de Cortés y que había sido nombrado gobernador de Guatemala en recompensa de sus servicios, fingió ignorar que la provincia de Quito se hallaba bajo el mando de Pizarro y organizó una expedición de quinientos hombres, de los cuales doscientos eran jinetes, y, desembarcando en Puerto Viejo, quiso llegar a Quito sin guía, subiendo a Guayaquil y atravesando los Andes. Aquel camino fue uno de los más malos y más penosos que podía haber escogido. Antes de llegar a las llanuras de Quito habían perecido la quinta parte de los aventureros y la mitad de los caballos después de haber sufrido horriblemente por la sed y el hambre, sin contar con los efectos de las cenizas ardiendo del Chimborazo, volcán inmediato a Quito, y de las nieves que les molestaron; los demás aventureros estaban completamente desanimados y absolutamente imposibilitados de combatir; y con la mayor sorpresa y al mismo tiempo que con cierto sentimiento de inquietud, se vieron de pronto los compañeros de Alvarado en presencia, no de un ejército indio como esperaban, sino de un ejército de españoles a las órdenes de Almagro. Disponíanse estos últimos a acometerles cuando algunos capitanes más moderados propusieron una avenencia, en virtud de la cual Alvarado se retiró a su gobierno, después de haber tomado cien mil pesos por sus gastos de armamento. |
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Guaman Poma, 1615
yndios de Chile
Dibujo 181. El capitán Martín
García de Loyola lleva
preso a Topa Amaro Ynga al Cuzco
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Mientras estos acontecimientos se desarrollaban en el Perú, Fernando Pizarro caminaba con rumbo a España, donde necesariamente había de proporcionarle una excelente acogida la prodigiosa cantidad de oro, plata y piedras preciosas que llevaba. Obtuvo para su hermano Francisco la confirmación en sus funciones de gobernador con poderes más amplios; para sí mismo el nombramiento de caballero de Santiago y para Almagro la confirmación de su título de Adelantado, y que se extendiera su jurisdicción doscientas leguas, sin limitarlas, empero, exactamente lo cual dejaba una puerta abierta a las disputas y a las interpretaciones arbitrarias.
Aun no había llegado Pizarro al Perú cuando Almagro, sabedor de que se le había
confiado un gobierno especial, pretendió que Cuzco pertenecía a él, y tomó sus
disposiciones para conquistarla; pero Juan y Gonzalo Pizarro no creyeron que debían
dejarse despojar y estaban a punto de venir a las manos, cuando Francisco Pizarro, a quien con frecuencia llaman el Marqués, o el Gran Marqués, llegó a la capital.
Almagro no había podido perdonar nunca a este último la doblez de que había dado
prueba en sus negociaciones con Carlos V, y el desenfado con que se había hecho conceder a costa de sus dos asociados la mayor cantidad de autoridad y el gobierno más extenso; pero como encontró una gran oposición a sus designios, y como no era el más fuerte, disimuló su descontento y aparentó alegrarse de su reconciliación.
«Renovaron entonces su sociedad —dice Zarate—, con la condición de que Almagro iría a descubrir el país por el lado del Sur, y que si encontraba alguno que fuese bueno se pediría a Su Majestad el gobierno para él; pero si no se encontraba ninguno que le acomodase repartirían entre los dos el gobierno de don Francisco. Fue tomado este acuerdo de una manera solemne, y prestaron juramento sobre la Hostia consagrada, de no emprender nada en lo sucesivo el uno contra el otro. Algunos dicen que Almagro juró que no emprendería jamás nada ni contra Cuzco ni contra el país que se halla al lado allá hasta ciento treinta leguas de distancia, aun cuando Su Majestad le diese el gobierno. Se añade que, dirigiéndose al Santísimo Sacramento, pronunció estas palabras: «Señor: si violo el juramento que ahora hago, quiero que me confundas y me castigues en mi cuerpo y en mi alma.»
Después de aquel solemne convenio que debía ser observado con tan poca fidelidad cómo el primero, preparó Almagro todas sus cosas para su partida. Gracias a su liberalidad muy conocida así como a su reputación de valiente, reunió quinientos sesenta hombres, tanto de caballería como de infantería, con los cuales se adelantó por tierra hacia Chile.
El trayecto fue excesivamente penoso, y los aventureros tuvieron que sufrir particularmente los rigores del frío al pasar los Andes y que combatir a pueblos muy belicosos que no habían recibido ninguna civilización y que les acometieron con una furia de que en el Perú no habían podido tener idea. No pudo Almagro fundar ningún establecimiento, porque apenas hacía dos meses, que estaba en el país, cuando supo que los
indios del Perú se habían sublevado, que habían asesinado a la mayor parte de los
españoles, y tuvo que volver en seguida atrás. |
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Historia de los Grandes Viajes y de los Grandes Viajeros
Por Julio Verne
Parte II. Capítulo I
III. LOS CONQUISTADORES DE CENTROAMÉRICA
continúa...>
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Macchu Picchu, Cuzco, Perú [Phil Whitehousem 2004] |
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