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  EL AÑO SIN VERANO
 

En aquel año de 1816, que se conoce en la historia del clima como el año sin verano, se contemplaba con estupor el comportamiento del extraño verano que había retrasado las vendimias del sur de Francia y de la cuenca del Rhin, hasta principios de noviembre. En París se registraron, en los meses de julio y agosto, temperaturas medias muy inferiores a las normales en períodos estivales. Europa estaba destrozada por las guerras napoleónicas, que habían terminado el año anterior con la batalla de Waterloo. Los campesinos, destrozados tras diez años de guerra, tuvieron que afrontar un año misérrimo. Fue necesario que soldados armados se ocuparan del transporte del trigo a la capital para evitar el saqueo del pueblo hambriento. El 19 de julio, desde las Tullerías, el rey Luis XVIII ordenaba a los prelados generales de la diócesis de Paris que se hicieran rogativas públicas en todas las iglesias para pedir al “Árbitro Soberano de las Estaciones que conservara los bienes de la tierra, alejara las tempestades y concediera tiempo sereno para que los frutos llegaran a su madurez”.

La ciencia meteorológica europea no relacionó la tenue luz dorada de ese verano y los largos crepúsculos con el continuo velo de polvo atmosférico arrastrado por los vientos desde la lejana Indonesia. Hoy se sabe que en 1815 el volcán Tambora estalló en mil pedazos en una gran erupción que hasta hoy es considerada el mayor cataclismo volcánico registrado en los últimos diez mil años. Los extraños efectos de la luz natural producidos por esta supererupción no debieron pasar desapercibidos por los pintores de la época. Los deslumbrantes atardeceres que encendían los cielos con tonalidades rojas y anaranjadas eran casi irreales.

Es posible que William Turner y su noción atmosférica del realismo [eliminando los detalles superfluos y el contorno de las cosas] no solo haya sido la interpretación de un cielo londinense cargado de humos y partículas contaminantes resultado de la pujante industrialización, sino también la impresión de los cielos y los crepúsculos de ese verano de 1816 que vio Turner reflejados en el Támesis cuando tenía 35 años. Su célebre frase “yo me dedico a pintar lo que veo, no lo que sé" cobra ahora un gran sentido.

 

 

 
 
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