MUÑOZ VERA
TEXTOS CRÍTICOS
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MUÑOZ VERA, EL PINTOR SABIO*

Fernando Díaz-Plaja

 

El desconchado, la madera, la pala, la carretilla… ese rincón de patio es un rincón de la vida diaria, brutalmente cotidiana que Guillermo gusta ¿gusta? De reflejar en sus lienzos. ¿Feísmo? Hubo un tiempo en que esto se consideró una búsqueda realizada adrede, un intento de evadir la obligatoria búsqueda de la estética hacia una provocación más de las llamadas vanguardias artísticas. Pero Muñoz Vera no ensombrece voluntariamente el panorama ciudadano, no busca a la fuerza el horror dejando de lado las flores de la tienda elegante, las piernas enfundadas en medias caras de las chicas del barrio de Salamanca. Muñoz Vera no fuerza el Madrid sórdido como a veces hacía Gutiérrez Solana tanto con el pincel como con la pluma; este pintor chileno lo refleja con la misma veracidad y ternura como lo hacía Pérez Galdós. Porque sí existen los mendigos del Metro; sí es verdad el Iván apoyado en la pared cubierta de graffitis, con el cigarrillo (¿hierba?) entre los dedos y esa mirada vaga e inquisitiva a la vez de quien sabe que en la jungla urbana quien se acerca es casi siempre un enemigo; o a la espera desesperada del anciano en el banco del ferrocarril subterráneo.

Esos hombres y esas mujeres viven y Guillermo quiere que sepamos de su existencia; con su arte nos lo ha clavado en su frente y ya no nos es posible subir corriendo las escaleras y pasar deprisa ante ellos como lo hacíamos antes para que su imagen se difumine rápidamente en nuestras pupilas. No; ahora a golpes de genio el pintor ha conseguido que los tengamos en el ambiente elegante de las galerías y en los salones de la alta burguesía. Están, luego, son.

Hay, me parece, una tremenda lección de humanidad en el sentido de compasión por nuestros hermanos en esa pintura. Y esa humanidad requiere ante todo humildad porque nadie puede ser soberbio si entiende que los de abajo también son nuestros hermanos. Creo que hasta sus cuadros más ambiciosos de tamaño o de intención, ofrecen siempre un detalle o un matiz de pequeñez que le acerca a nosotros.
  
He aquí un bodegón, por ejemplo. El bodegón es un género que se presenta a la petulancia; desde el plumaje de un faisán al brillo de la piel de un venado existe una riqueza palpable asociada con uno de los placeres del rico: la gula. La carne se muestra apetitosa en sus rojeces, el pescado en sus platas; incluso en las frutas aparecen brillos sensuales; son frutos elegidos, frutos para pudientes.
  
Un recuerdo personal. Cuando era muy joven yo asistía a la tertulia madrileña que presidía José María de Cossío y a la que acudían Ignacio Zuloaga, Eugenio D´Ors, el escultor Sebastián Miranda, el torero Juan Belmonte, el poeta Gerardo Diego entre otros. Por entonces Zuloaga, pintor de moda había presentado con gran éxito una exposición doble donde destacaban unas espléndidas manzanas. Todos los críticos las elogiaron sin reserva menos el filósofo Eugenio D´Ors que resumió así su impresión: <<Parecen pintadas al Duco>>. Efectivamente; si de algo pecaban aquellas frutas espléndidamente trabajadas, era la excesiva brillantez de su piel que las acercaba a la decoración de algunos automóviles.
  
Las Trece manzanas, los membrillos en la balanza, las granadas sobre un increíble fondo de papel arrugado, no presumen de brillantes, no saltan al ojo como lo hacían las del pintor vasco antes citado. Las frutas de Guillermo son sólo eso (¿sólo eso?), colocadas en la mesa o en un anaquel. ¿Es lo mismo, no? Así estaban las que pintaba Zurbarán y que copió, además del pan, Salvador Dalí. Pero es curioso… Hay un distanciamiento del ser al objeto en los dos. Tanto las del fraile como las del autoproclamado genio son para mirar y ahí termina su función mientras la de Muñoz Vera están situadas allí como parte del ser humano a cuyo servicio viven. Son para ser comidas después.
  
Antes he dicho que Dalí copió. ¡Dios santo que blasfemia! Un pintor no puede copiar a otro. Tiene que ser siempre original, original, ¡original!
 
-¿Tú copias, Guillermo?
-Mucho, He hecho copias en el Museo del prado tanto para ganar dinero como para ejercitar la mano con los Maestros; y ahora, a menudo pinto <<a la manera de …>>
- ¿De quién?
-De Antonio López, de Claudio Bravo. Son algunos de mis maestros de hoy.
 
No hay que ver sus lienzos para notarlo. Del primero copia el detalle minucioso en la elaboración del material, el gusto por el tema sencillo. Del segundo, el trato increíble con que presenta las telas; la arruga del jersey de Iván, en la blusa de Lara llamando por teléfono…
  
¡Ah! También puede copiar a Miguel Ángel cuando se plantea todas las dificultades posibles que puede presentar un escorzo para aceptar el reto y conseguirlo: Torsión del cuerpo por las manos atadas a la espalda… un pie apoya a penas dos dedos en el suelo mientras el otro muestra la planta. Lo que para Miguel Ángel fue un esclavo es aquí un prisionero víctima del tormento. Desnudo (Tortura I) grita más que reza el título y luego va a la explicación técnica del carbón, pastel y sanguina, que el espectador traduce por sangre, sudor y lágrimas.
 
-Pinochet ya cayó, Guillermo.
-¿Tú crees?
  
Cuando se habla de la situación chilena, Muñoz Vera enfosca la mirada. Para él no se ha cerrado una herida que vio abrirse de cerca, cuando huyó con sus compañeros de clase de arte ante el estruendo del ataque al vecino Palacio de la Moneda. Para él ese corte no ha cauterizado; muchos de los de ayer siguen en sus cargos y el temor sólo ha pasado de ardiente a soterrado; pero sigue allí.
 
- Pero ahora eres español, Guillermo.
  
Sí claro, lleva aquí muchos años se siente español, tiene pasaporte español, no piensa dejar este país por otro. Pero los demás ¿lo saben?
  
Coincido con él; todos los que hemos vivido mucho tiempo fuera del lugar donde nacimos sabemos que para enraizarse de forma total en la nueva tierra, el yo necesita tanto del convencimiento propio como del ajeno… mucho más difícil de conseguir. Y que de pronto y cuanto más identificado se sienta con el nuevo paisaje físico y humano le sobresaltará sentirse aludido con un sudaca aquí, como allí podría ser un godo, gallego, gachipín… que nos vuelve a situar muy lejos.

Inspirarse en, copiar de…  en esas dos fórmulas cabe toda la historia del arte mundial: le cuento a Guillermo que hablando en Puerto Rico con Pablo Casals y tras oírle mantener su constante admiración por Bach me permití insinuarle que la mía propia había bajado un poco al descubrir a Vivaldi. ¡Había tomado tanto el primero del segundo! Casals extendió los brazos con la omnipresente pipa señalando el techo.

-¡Pero si entonces se plagiaban todos! Lo que pasa es que no se avergonzaban de ello como ocurre ahora.

Y es verdaz que eso ocurría también en la pintura -Velázquez lo hizo con Ticiano, con Rubens- y en las letras; desde el tema al título, Calderón fusilaba a Lope y Lope a otros autores. Nadie ocultaba entonces tener maestros y seguir sus pasos porque sabían que su impronta iba a ser totalmente distinta aún tratándose del mismo tema. Igual hace Muñoz Vera. Nada más parecido que una pared destrozada de Antonio López y de Guillermo Muñoz. Nada, igualmente, más distinto.

Y en la historia ¿cuál es su pintor favorito? Tras ver su obra uno se anticipa a la respuesta: Rembrandt, el coloso del norte; después, Vermeer. El primero trata la luz y a la sombra  -El Descendimiento de Munich- de forma explosiva. El segundo -La encajera- con mimos de amante. Por esos caminos antiguos le place transitar a Guillermo… Y por los modernos del cinematógrafo. Una película me dice más que cien libros, confiesa. Del cine envidia la capacidad de iluminar que logra el esfuerzo combinado con diez técnicos -¿Cómo puede uno solo sustituirle?- y las posibilidades múltiples de su perspectiva. La cámara puede asaltar el objeto desde cualquier lado mil veces más rápida que los ojos.
  
La velocidad de la cinta al ser proyectada es simbólica de las apetencias novísimas de Guillermo. Es el primer pintor de los muchos que he conocido que no mira nunca hacia atrás. Lo supe al comentarle la tristeza que muchos artistas deben sentir al desprenderse para siempre de sus cuadro vendidos; incluso, lo recordaré, hay quien ya famoso, ha intentado recuperarlo ofreciendo varias veces el precio inicial sin conseguirlo. Nosotros, los escritores, le recordaba, podemos quedarnos siempre con nuestra obra por no ser única. Se multiplica y reproduce infinitamente como las células corporales y salvo para los fetichistas del manuscrito original, tanto valor recordatorio tiene el ejemplar cien mil que el primero de la edición.
  
Lo cuento todo esto y noto que no le impresiona nada. Para mí -contesta- un cuadro una vez terminado deja de interesarme. Estoy ya pensando en el próximo, el que intentó pagar con el dinero que le voy a sacar al anterior.
  
El coste de pintar un cuadro para Muñoz Vera es elevado y lo será mucho más si logra su ambición de crear un gran taller donde la pintura se vea asistida de todos los avances que la ciencia de hoy, desde la matemática a la fotográfica, pueda aportar. Como se sabe su tesina de final de carrera en la facultad de Arte de la Universidad de Chile, se la rechazaron porque era <<demasiado científica>>. Esa acusación que podía haberse hecho también a Leonardo da Vinci y a Miguel Ángel, solo cabría aplicarla hoy, además de a Guillermo a Salvador Dalí. Le recuerdo en el lejano 1947 en Roma; su intención era visitar al Papa, entonces Pío XII para proponerle que la iconografía católica se hiciera desde entonces de acuerdo con los nuevos descubrimientos espectaculares en el mundo de la ciencia.
  
-¿Un San Miguel molecular, por ejemplo?- le pregunté con aire ingenuo.
-Exac-ta-men-te- contestó de forma campanuda como era su costumbre.
  
En esa línea, combinada de auténtica fe en la ciencia moderna y su exhibicionismo, convocó a la prensa romana para hacer una entrada triunfal en la Ciudad Eterna en un cubo -su figura geométrica preferida- en cuyo lado figuraban fórmulas de Einstein. Unos robusto mancebos pasearon efectivamente el cajón por el Puente Silvio, sin despertar entre los sofisticados romanos la menor curiosidad, hasta el hotel donde estaban los periodistas que tampoco se impresionaron demasiado ante una conferencia en la que mencionó reiteradamente las fórmulas matemáticas y el rinoceronte, su animal favorito.
 
<<Coincidís en el amor a la ciencia y a Veermer>>,  le digo a Guillermo.
  
Sonríe: La verdad es que aparte de ello no puedo imaginar dos seres más distintos en la apariencia.
  
Cuando habla a veces Guillermo se mete los dedos en el pelo liso y los agita un poco inclinándose hacia delante como si quisiera ayudar a las ideas para que se proyecten hacia el interlocutor. Recurre a ello casi siempre al hablar de pintura pero es que Muñoz Vera habla de pintura casi siempre… y cuando no habla de ella la está realizando. Es una obsesión que confiesa con su tímida vergüenza que aún le quita años de los pocos que tiene. Me gustaría leer más, salir con los amigos, pero no logro desarraigarme del lienzo.
  
Del lienzo o de los lienzos. Porque cuando la necesidad del dejar secar la pintura le obliga a abandonar por unos instantes el cuadro en que está trabajando, reemprende otro que había abandonado por la misma razón unos minutos antes. Y luego otro y otro hasta llegar a diez, todos los temas diferentes, es la única manera, asegura de refrescarse la mente.
  
Su obsesión es la luz; incluso cuando entenebrece sus lienzos deja siempre un chorro luminoso para desvelar un rincón, delatar una escalera, desnudar un mueble: La luz juega tanto por presencia -esa fuerte realidad que cae sobre el retrato de los jóvenes- como por la ausencia casi total; la vista de la Casa de Campo bordeando el Palacio Real. O bajar por una escalera en el interior de un portal.
  
La presencia de la luz le preocupa tanto al trabajar en el cuadro como al verlo terminado. En ese aspecto, sus ideas están en contra de la mayoría de los estudiosos de la pintura y de la forma de presentar ésta. Pero ¿por qué esperamos que la luz caiga sobre un cuadro desde el mismo sitio? Para él, cuando alguien presencia una escena viva, no la ve continuamente con la misma monótona claridad. ¿Por qué se empeña el artista y el espectador en ver de continuo lo que en la naturaleza es fragmentado y discontinuo?

 

[*] Prólogo al libro Muñoz Vera, 1981-1991.
Fernando Díaz-Plaja, Ensayista y narrador español, son obras suyas, entre una extensísima gama de ensayos divulgativos: Teresa Cabarrús (1943), La vida española en el siglo XIX (1952), El español y los siete pecados capitales (1966)

 

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